VOLVER A EMPEZAR
La calistenia del bailarín genera toda una reflexión escénica en ‘Calentamiento’, la nueva y sorprendente creación de Rocío Molina, que hoy se estrena en el Centro Danza Matadero. Nos los ha contando…
Texto_OMAR KHAN Fotos_ADRIÁN DEL CAMPO / SIMONE FRATINI
Madrid, 14 de noviembre de 2025
En el futuro, Calentamiento será recordada, principalmente, por sus impactantes primeros 35 minutos. Rocío Molina (Torre del Mar, 1984), en un simulacro del calentamiento flamenco habitual que prepara el cuerpo para la acción escénica, se marca un extenuante zapateado continuo, que es ruidoso, incesante, indetenible, desesperante, desconcertante, minimalista y, sobre todo, extenuante, mientras de forma natural, casi como si todo se le estuviera ocurriendo en ese momento, nos va contando, aparentemente distendida, cómo es el calentamiento, cómo lo afronta y para qué le sirve. No hay palabras que puedan expresar con acierto este prodigio escénico. Sin dejar de zapatear y hablar, asistimos a la transformación de un cuerpo que va a ser escénico. Empieza firme y tenaz, llega al cansancio –“de las piernas, de la boca, de los huesos, del cuerpo”, nos dice-, atraviesa entonces el umbral del dolor –porque “la danza duele”- y llega finalmente al estado de éxtasis y placer que disfrutamos -y cómo- todos los espectadores.
“Mi interés inicial de trabajar con texto viene de mi admiración por Pablo Messiez, pero es verdad que se trata de la palabra desde el cuerpo, y aquí aparece como un complemento porque el cuerpo llega a lugares a los que la palabra no puede”, comentaba la creadora malagueña esta semana en la presentación de su nuevo espectáculo, que se estrena esta noche (con funciones hasta el 23 de noviembre) en el Centro Danza Matadero (CDM), de Madrid, y ya tiene programadas funciones en el Teatre Lliure, de Barcelona, en marzo del año próximo, y en el Teatro Central, de Sevilla, en abril.
Aunque parece espontáneo, todo está calculado y ensayado en esta propuesta, en la que Molina y su equipo, con Pablo Messiez en la dramaturgia y textos, Niño de Elche al frente de la creación musical, el ya habitual Carlos Marquerie como artífice de luz y el colectivo cabosanroque en la creación de la escena y los efectos, lleva dos años trabajando. Una creación en la que el calentamiento, la rutina y la calistenia del bailarín se convierte en tema central y es a un tiempo, metáfora de la vida, de ese continuo empezar para seguir viviendo que nos condiciona el progreso.
“El punto de partida ha sido la idea de no poder dejar de empezar, de estar siempre empezando a hacer creaciones pero no tanto desde el agobio. Así surgió el calentamiento como idea central de la obra”, relataba el dramaturgo argentino Pablo Messiez. “La palabra nace de nuestras charlas. En la escena inicial, esos impresionantes 35 minutos de calentamiento, somos testigos de la transformación de su cuerpo y todo lo que dice durante este tiempo, lo escribí a partir de lo que habíamos charlado. Hay dos partes muy claras en el espectáculo. Esta primera sobre ese no poder dejar de empezar, que cobra protagonismo, y una segunda, que es la fiesta, donde entran otras voces y otros cuerpos”, reafirma.

Impredecible
La segunda parte es, como todas sus obras, un festín de sorpresas, que hacen la propuesta impredecible pero nunca alejada de su leit motiv: el calentamiento, y la sensación y necesidad de empezar una y otra vez para poder avanzar. Lo que parecía al inicio un espectáculo austero, pasa a ser una sofisticada propuesta escénica con efectos especiales incluidos, como esas sillas que tiemblan solas. El cuerpo de Molina, ya perfectamente a punto, comparte entonces con otros cuerpos y llega la fiesta. Cuatro insólitas bailaoras-cantaoras-actrices encerradas en una caja de cristal y un singular maestro: José Manuel Ramos “Oruco”, se convierten así en cómplices de lo que parecía un unipersonal.
“La música no es una banda sonora, no tiene un sentido narrativo, tampoco del viaje”, explicaba Niño de Elche, que ya había trabajado con Molina en su inquietante Carnation. “He adaptado diferentes momentos del proceso, incluso esos de tomar un café. Hay músicas y recursos que no salen del espectáculo sino que son resonancias de eso que hablamos en la comida. Y si hablábamos de la soledad, salían como referentes Purcell o Diamanda Galás. Yo me he apoyado en los instintos de Rocío, por eso la parte sonora del espectáculo es más un acompañamiento”. De hecho, hay un delirante número musical, en el que Molina canta (hay otro en el que toca la batería como rockera añeja), que recuerda las performances de la extravagante diva norteamericana.
Rocío Molina crece y se crece con cada nueva incursión escénica. Aunque distintos entre sí, sus títulos cuentan con un denominador común, un aval a prueba de balas: la ferocidad flamenca que habita en ella. Y eso los hace únicos. Pero también se nota cómo aprende y avanza con cada proceso. “Para mí es importante ver la obra como un proceso en el que la pieza se hace carnal. Hay que dejarla que tome personalidad, y entonces, los que la hacemos, nos abandonamos a ella, porque la obra misma te pone en estado de escucha y te lo pide. Aunque yo lo he hecho, no se trata ya de coger una libreta y llegar al estudio con todo anotado, porque tienes un equipo y has de confiar en su poder creativo, pero hay que tener paciencia y perseverancia”, concluye.
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