ISRAEL GALVÁN, SEVILLA Y LAS SEVILLANAS
El célebre bailaor sevillano se atreve, por fin, con las sevillanas, en su nuevo espectáculo, que se enmarca en un monográfico que esta semana le dedica el Teatro Central de su ciudad. Hablamos con él…
Texto_BEGOÑA DONAT Fotos_FILIPPO MANCINI / LAURENT PHILIPPE
Madrid, 11 de noviembre de 2024
Israel Galván (Sevilla, 1973) ha necesitado una residencia sostenida en el Teatro de la Villa de París, un Premio Nacional de Danza, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes y una profusa e indisciplinadamente coherente producción para dejar atrás las críticas y las acusaciones de blasfemia que sufrió en el arranque de su carrera, especialmente en su Sevilla natal. Ese pico y pala en la renovación del flamenco ha supuesto que el otrora enfant terrible sea hoy un creador de taquilla rendida al zapateo de sus pies.
“Ha sido cuestión de tiempo. He vivido una evolución en el público. Antes, cuando bailaba un solo de 50 minutos, se les hacía largo, pero ahora entienden más”, agradece el coreógrafo y bailaor en vísperas de la semana monográfica que el Teatro Central sevillano le va a dedicar.
Y es que, del 13 al 16 de noviembre copará las dos salas del teatro de la Isla de la Cartuja, donde ofrecerá una clase magistral y estrenará su aproximación a una danza autóctona que siempre se ha resistido a bailar, en Sevillanas solteras (15 y 16 de noviembre), de estreno mundial, y la reciente coreografía RI TE (13 al 16), creada para el Teatro de la Villa de París, donde es residente, que estrenó en colaboración con la bailarina y coreógrafa caboverdiana Marlene Monteiro Freitas (foto inferior).
“En el pasado sentía que tenía que cambiar algo, porque todo era igual, pero ahora estoy en un momento en el que me apetece no dar tanta información al público, vaciarlo, que solo me vean bailar”, nos avanza el muy prolífico creador, que útimamente ha venido incursionando en una vertiente en la que, muy a su manera, se apropia de grandes clásicos: El amor brujo y La Consagración de la primavera, a la que ha sumado ahora una personalísima versión de Carmen, que ha estrendo no sin polémica en la pasada Bienal de Flamenco de Sevilla.
En contraste con Sevilla, la relación con París ha sido idílica desde sus inicios. ¿Cómo resumiría su experiencia allí?
Soy residente desde hace mucho tiempo. Siento que es un sitio al que me puedo llevar un colchón y dormir en una esquina. Como si estuviera escribiendo un libro y fuera el libro de mi vida, de mi baile, con todos sus capítulos. Como la película Boyhood, de Richard Linklater, donde se sigue la vida de un niño durante 12 años. También existe esa confianza con el público, porque voy cada año. Es una relación que sigue.
¿Cómo es hoy su relación con Sevilla?
Los principios fueron más brutos. Ahora es un diálogo. El público nota que no se me han quitado las ganas de bailar. El termómetro lo marca que siempre me apetece hacer cosas nuevas y los espectadores las acogen bien. Puedo gustar más o menos. La audiencia no sabe qué va a ver. Y eso es lo que intento, porque cuando creo algo, yo mismo quiero tener una nueva forma de bailar. No pienso en liarla.
¿Qué hace estrenando un espectáculo de sevillanas un bailaor que asegura no saber bailarlas?
El flamenco es muy individual y me gusta bailar conmigo mismo, porque por mi cuerpo pasan diferentes gentes que se me meten. Para bailar sevillanas, en contraste, necesitas siempre alguien. Así que yo planteo mi espectáculo como una reivindicación de uno mismo, como una filosofía: la sevillana la bailo solo, no me hace falta nadie.
Nunca ganó ninguno de los concursos de sevillanas a los que de niño le presentaron sus padres, ¿es Sevillanas solteras un ajuste de cuentas?
De chico, por edad, me tocó el boom de los concursos de sevillanas. No las bailaba bien, pero siempre me ha gustado verlas bailar. El que se dedica al flamenco no sabe bailar sevillanas, así que quiero ver por qué hay gente que sin haber ido a academias las baila tan bien, mientras que alguien que baila muy bien puede no tener ese arte. La sevillana no se considera una rama en el flamenco, pero yo la veo como una flor muy bonita. Son bailes chiquititos. Es una fiesta. Cada sevillana es un universo. Si te paras a oírlas sin música ni bailar, dicen cosas fuertes.
¿Qué le une a Marlene Monteiro, una artista de la que se destaca su sublimación de lo grotesco?
Nos une que no nos gusta bailar. Ni las coreografías ni los movimientos, sino que buscamos un lenguaje que huya del virtuosismo. No queríamos hacer una cosa compartida para irnos de gira, pero sí algo para visitar cuatro o cinco sitios, pasar tiempo juntos y hablar, porque nos gusta charlar sobre cómo vemos el baile. Es una de las pocas personas con las que puedo bailar, porque es como de mi familia. Con la gente de mi propia familia no puedo. Es una pieza muy chica, pero está genial. A mi me basta con estar a su lado, viéndola. Nada más.
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