ODA A LA DECADENCIA
La Phármaco excavó anoche en las profundidades del subsuelo para obligarnos a mirar aquello que preferimos mantener enterrado, en el estreno de Tierras raras en los Teatros del Canal. Allí estuvimos...
Texto_JUDIT GALLART Foto_PABLO LORENTE
Madrid, 31 de mayo de 2025
Gran ovación a Luz Arcas tras el estreno de Tierras raras, último trabajo de La Phármaco que vio la luz (o la oscuridad) por primera vez anoche, con función adicional hoy, en la Sala Verde de los Teatros del Canal bajo el manto del casi finalizado XL Festival Madrid en Danza. Una pieza en la que la artista malagueña nos arrastra hacia una danza del derrumbe que no busca redención ni consuelo, sino una inmersión violenta en lo desechado, en aquello que se intenta soterrar bajo capas de olvido.
Con una escena inicial bañada por una luz anaranjada de engañosa calidez en la que lo que parece fuego es en realidad descomposición, diversos cuerpos estremecidos son presentados sobre un mar de plástico negro lanzándonos de inmediato a un paisaje postindustrial, casi apocalíptico, en el que la tierra respira desde sus entrañas exhalando furia y residuos a partes iguales. Cargada de texturas susceptibles de ser percibidas por cada uno de los sentidos, Tierras raras crea un universo convulso, animal y vulnerable en el que el crujido de los sacos de tierra al estallar se entremezcla con el roce de llantas y barriles al tiempo que la suciedad se adhiere al movimiento dejando tras de sí un rastro imborrable de lo que podría definirse como un vertedero emocional.
Un pájaro de piernas nerviosas deambula inquietamente cual ave carroñera entre un conjunto de cuerpos abandonados custodiando el fin de algo que no se termina de nombrar mientras queda envuelto en una atmosfera cada vez más condensada en la que no existe redención posible.
Entre cánticos y martilleos, la coreografía avanza con movimientos que remiten a rituales arcaicos en el que cinco mujeres se abandonan a un ritmo percutido a destiempo antes de aferrarse a cada una de las extremidades de un cuerpo completamente laxo, un cuerpo que ha dejado de serlo, haciéndolo girar sobre sí mismo para terminar arrojándolo a una dimensión suspendida entre el colapso y la resistencia. Una oda a la decadencia que actúa como alegoría del abandono sistemático de todo aquello que incomoda, que debe permanecer enterrado y en lo que Arcas excava con rabia para confrontarnos, nos lo pone ante los ojos obligándonos a mirar los residuos de eso que ha quedado devastado, descompuesto y condenado a la negación colectiva.
Quizás el espectáculo lumínico con el que se concluye la función es un añadido que no favorece mucho al conjunto de un trabajo sublime en el que al final, lo que queda no es una historia, sino una sensación: la de haber presenciado un acto de exhumación en el que nada se entiende, sino que se percibe y atraviesa.
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