MIRADA A LOS ANCESTROS
Fuimos anoche a Teatros del Canal a ver El Hijo, nuevo solo de Daniel Abreu, y quedamos sorprendidos. Te explicamos porqué…
Texto_OMAR KHAN Fotos_marcosGpunto
Madrid, 25 de noviembre de 2020
Su anterior dueto, La desnudez, y éste nuevo solo, El hijo, estrenado anoche en Teatros del Canal bajo el marco del Festival de Otoño después de su exitoso pre-estreno en el Museo Universidad de Navarra, confirman, reafirman y estabilizan al coreógrafo y bailarín tinerfeño Daniel Abreu en la plenitud de la madurez. Cuidado, no es que su vasta y coherente obra anterior con su compañía –una cuarentena de piezas, nada menos- fueran inmaduras o aparecieran inconclusas pero, ahora lo sabemos, eran pasos necesarios e ineludibles para poder llegar al superlativo estadio de la creación alcanzado anoche. Su proceso evolutivo como coreógrafo ha sido cauteloso y precavido, pero indetenible. Cada obra, un peldaño arriba.
En apariencia abstracta, El hijo ofrece, a la carta, un abanico de relatos, sugerencias, ideas y reflexiones que exigen la complicidad e imaginación del que mira. Cada noche se construirán tantas historias como espectadores haya en la sala y, como decía Pina Bausch, cada interpretación de la obra será la verdadera, al final nos garantiza que todos y cada uno tendremos razón. Esa libertad nos otorga.
Es un don, sin duda. Daniel Abreu, con apenas dos trozos de madera y un cervatillo muerto nos hace ver la tundra. Nos hace sentir frío y ser protagonistas de la devastación, oír el gemido de la tierra… así nos conduce hábilmente hacia el estremecimiento de su final rotundo, con ese hongo de humo que, como una creciente nube tóxica, rompe la cuarta pared y nos engulle también a nosotros.
Ritual escénico
En su danza, deliberadamente poco pirotécnica, Abreu magnifica el gesto. Sea un tintineo nervioso de sus dedos, sea un giro virulento de su cuerpo en el espacio, todo tiene igual relevancia e importancia. Le otorga una solemnidad al gesto que hace que toda su performance parezca un ritual.
Dueño de un imaginario propio, rico, único y ya perfectamente reconocible (además de reconocido), el coreógrafo inventa en El hijo la mitología de su propio universo. Es como si nos enseñara lo que hicieron los ancestros de una civilización desconocida, dibujándonos cómo concibe un mundo primitivo y ajeno desde una modernidad incierta y devastadora. Vista la obra, el titular más que remitir al hecho inequívoco de que todos somos hijos de alguien, parece más ambicioso y abarcar el todo, aludir a la gran madre naturaleza, de la que somos todos hijos, y en consecuencia subrayar nuestra pertenencia por derecho a la Tierra, planeta aporreado al que, ya de paso, nos recuerda que no tratamos con el debido respeto.
Pero nada es obvio, claro ni definitivo en El hijo. Podría ser su hándicap pero es en realidad su gran hallazgo. La puesta en escena, visualmente potente, es impecable. Las músicas –¡esas percusiones insistentes!-, inteligentemente seleccionadas. La danza, enérgica y expresiva aún en la quietud. Pero es en la iluminación donde recae gran parte de la responsabilidad de este solo –a veces es dueto con su propia sombra- que otorga al color y la luz un papel protagonista y relevante.
