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UNA PICA EN FLANDES

Sidi Larbi Cherkaoui vuelve a su danza más combativa en ‘Vlaemsch (chez moi)’, que estrenó anoche con su compañía East-Man en Teatros del Canal. Fuimos a verlo y esto nos ha parecido…

 

Texto_OMAR KHAN Fotos_FILIP VAN ROHE

Madrid, 20 de junio de 2025

Después de escuchar un poema en flamenco, Darryl E. Woods desde la parte alta de lo que parece un granero gris, nos dice: “No entendí una palabra pero me ha parecido inspirador”. La frase puede representar un poco lo que estamos viendo en Vlaemsch (chez moi), una reafirmación y al mismo tiempo una crítica feroz al mundo, la cultura y el nacionalismo flamenco, que nos queda –al menos a los españoles- tan cerca y tan lejos.

Estrenada por Sidi Larbi Cherkaoui (Amberes, 1976) con su agrupación belga East-man, el que es también director artístico del Ballet del Gran Teatro de Ginebra, despliega a lo largo de casi dos horas las fascinaciones y contradicciones que hay en ese 50% de su sangre aportado por su madre belga, pues en la otra mitad la batalla se libra en el Marruecos de su padre, un mundo que ya vimos en producciones tempranas de este consolidado artista representativo del llamado boom de la nueva danza belga, al que pertenece su tutor Alain Platel, Anne Teresa de Keersmaeker, los Peeping Tom o Wim Vandekeybus, que estuvo hace poco en los mismos Teatros del Canal, donde anoche se presentó Vlaemsch (chez moi), que permanecerá hasta el domingo.

La pieza, una amalgama que indistintamente se mueve en los terrenos del teatro, la danza, la música en directo, la dramaturgia y las artes plásticas, articula una profunda y detallada exposición alrededor de un único pero vasto tema: lo flamenco. Lo flamenco como idiosincrasia, como cultura, lenguaje, nación, arte y sociedad. Conecta con los primeros y más combativos tiempos de aquel joven Cherkaoui que deslumbró al mundo con sus creaciones a principios de este siglo: Rien de rien, Tempus fugit o Babel (words), en la que también aparecía Darryl Woods, en un papel de narrador-conductor similar al que ahora hace aquí.

Muy intencionadamente, el espectáculo está construido por cuatro creadores flamencos: Larbi, el escultor y escenógrafo Hans Op de Beeck, el diseñador de trajes Jan-Jan Van Essche y Florys de Reycker y su equipo de músicos Ratas del Viejo Mundo. No ocurre lo mismo con el eficaz y ecléctico grupo de bailarines, que proceden de todas partes y no se comportan ni representan belgas, salvo algún disfrazado.

Cualquiera se preguntaría qué puede aportar un bailarín japonés como Kazutomi ‘Tsuki’ Kozuki o un catalán como el ex bailarín de Pina Basuch Pau Aran a una obra estricta y típicamente flamenca. Y la respuesta está en que no se trata de una obra estricta y típicamente flamenca a pesar de que lo parezca y sea lo que intenta vender, sino de una visión más bien personal, plural, atrevida e irónica de “lo flamenco” contado desde el punto de vista de un creador que vivía Marruecos dentro de una casa que, nada más cruzar el portal, lo arrojaba en la Amberes más europea y más flamenca.

 

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¿Orgullo flamenco?

Lo más curioso y en apariencia contradictorio de Vlaemsch radica en que se trata de una visión del nacionalismo y orgullo flamenco encapsulado en la era global y digital, lo que le hace perder su supuesta pureza y conectarse de manera natural con Asia o África. Desde su espectáculo, Sidi Lrbi parece advertirnos más bien que hay que tener cuidado con lo nacional, los nacionalismos y los colonialismos porque, a poco que escarbes, lo que parecía autóctono resulta que puede venir del Congo.

Aunque no carece de humor e ironía, y arroja dardos certeros, Vlaemsch es más bien densa y gris. Ya lo dice literalmente en un momento: “Bélgica es un país gris y no solo por el clima”. En su intento de abarcar desde la quema de brujas en el Medioevo hasta la actual amenaza de la ultraderecha, pasando por el Barroco –especialmente desde la música-, la tradición de la pintura flamenca (a la que presta especial atención), la cristiandad, lo religioso, el feminismo, lo queer y la gente común –hay carniceros, pintores dandis, guías turísticas, ballerinas- todo se percibe desde el patio de butacas  como un bombardeo de ideas a mansalva, un batiburrillo de referencias, unas más claras y otras no tanto, que al no tener un ordenamiento y quedar supeditadas a una música en directo muy variada y magníficamente interpretada pero, en general plana, hace que el conjunto tenga problemas de ritmo, a lo que contribuye su apuesta por no definirse como teatro, danza o performance, aunque haya un predominio de lo primero.

No obstante, hay abundantes momentos brillantes. La idea de armar una dramaturgia coreográfica desde los marcos de cuadros que, siendo los mismos, van variando su significado a lo largo del espectáculo, según quien se asome, desde la exaltación de Flandes como tierra de artistas hasta la idea de que lo que está enmarcado tiene relevancia, pasando por la tradición retratista y la genealogía de las familias flamencas, donde en algún momento se cuela un marroquí que tuerce la línea (evidente cita autobiográfica), no deja de ser una verdadera genialidad. Y no es el único de estos momentos que se desgranan de una puesta que, en general, transcurre contenida y literalmente gris.

Los que vengan con la ilusión de ver el Sidi Larbi Cherkaoui de Sutra, con sus acrobáticos monjes shaolín; el de Dunas, aquel dueto poético que hizo con María Pagés a partir del flamenco (ésta vez, el nuestro) o el exquisito de Pluto, que hizo más como fan del manga japonés que como coreógrafo, a lo mejor se decepcionan. Aquí regresa el más viejo y quizá menos conocido, el coreógrafo más combativo y crítico, el más social y reivindicativo, el más político y agudo, el que tiene una mezcla de sangre flamenca y marroquí en sus venas. Y no es tampoco mala idea venir a (re)descubrirlo.

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