¿REZAN LOS CYBORGS ANTES DE ACOSTARSE?
Scapino Ballet Rotterdam estrenó anoche en Teatros del Canal ‘Cathedral’, la obra que les crearon Marcos Morau y Lorena Nogal. Salimos emocionados y te contamos las razones…
Texto_OMAR KHAN Fotos_HANS GERRITSEN
Madrid, 13 de junio de 2025
Oscura e inquietante pero a un tiempo humana y bella, Cathedral vino a reafirmar anoche en los Teatros del Canal, el inabarcable talento de Marcos Morau, director de la compañía catalana La Veronal, en esta obra profunda que, en 2020, montó junto a su estrecha colaboradora Lorena Nogal, para los fantásticos y comprometidos bailarines de Scapino Ballet Rotterdam. Un espectáculo conmovedor que fue ayer merecidamente ovacionado en su debut madrileño, con funciones previstas hasta el próximo domingo.
En un espacio gris no determinado y un tiempo impreciso de estética retro-futurista, unos seres a medio camino entre humanos y robots rondan un enigmático meteorito e interactúan con un bebé. No hay una narrativa ni una historia en el sentido convencional pero Morau crea un universo de tintes futuristas/surrealistas con sus propias reglas, al que nos iremos acostumbrando a medida que avanza este envolvente prodigio salido de su imaginación, capaz de hiper-estimular la nuestra.
Está llena de referencias Cathedral. Propias y ajenas. De su mundo particular con La Veronal, la pieza conecta con su sideral Pasionaria, que se ubicaba en las mismas coordenadas de ciencia ficción, pero también con otros trabajos como su muy imaginativa y más reciente Firmamento, poniendo aparte el kova, ese lenguaje de cuerpos deconstruidos y fraccionados, ya perfectamente reconocido y reconocible, inventado por él y Nogales, que tan bien han asimilado ahora todos los bailarines de Scapino. De las ajenas, encontramos conexiones con el Dimitris Papaioannou más lúdico y quizá también con el manejo del colectivo que hace Crystal Pite. Y aún más allá, hay vínculos claros con todo el imaginario conocido del cine de ciencia ficción, desde los replicantes de Blade Runner hasta ese meteorito que engulle humanos y recuerda, cómo no, al enigmático Stanley Kubrick, de 2001, odisea en el espacio.
Espiritualidad cibernética
Pero todos estos referentes están empacados en una propuesta escénica del todo original, que no se queda en la estética y el look, con sus vídeos maravillosos y sus trajes ingeniosos que convierten a los bailarines en cyborgs de carne y metal, de nervios y electricidad. Hay en la pieza una idea plenamente desarrollada concerniente a los alcances de la Inteligencia Artifical, la robótica, la tecnología y otros enigmas de un futuro que cada vez se nos echa encima más rápido, al tiempo que nos va deshumanizando y haciendo fríos, distantes e insensibles.
Cathedral es gris y siniestra. Sus habitantes, mecánicos y repetitivos. Pero hay siempre un anhelo de humanidad en el todo. El titulo, tan acertado, da pistas. ¿Qué papel jugará la fe, la espiritualidad y las convicciones en nuestros hijos, en nuestros nietos…? La pieza quiere convencernos de que será muy importante, de que ese bebé por muy tecnológico que sea su mundo preservará una sensibilidad, una religiosidad, que ningún súper ordenador cuántico podrá replicar.
A esa puesta en escena cibernética contrapone Marcos Morau la música, inteligentemente escogida. Arvo Pärt, el compositor estonio que fascinó a tantos coreógrafos neoclásicos de los años noventa, le sirve un manto sonoro de gran belleza y profundas emociones que uno no asociaría nunca a la ciencia ficción, pero que aquí funciona como la contraparte necesaria para cristalizar y evidenciar las ideas que encierra esta obra, su llamado a la reflexión sobre nuestra esencia como humanos frente al indetenible avance de lo tecnológico. Algún crítico holandés vio en el niño y los padres cibernéticos la llegada de un nuevo y futurista mesías. Puede ser.
Lo cierto es que Cathedral, a su manera, es una obra religiosa, no en un sentido católico, judío o musulmán. No. Recuerda, de lejos, las motivaciones que empujaron en su momento a Jirí Kylián para crear su Sinfonía de los salmos (1978). Siendo ateo confeso, el coreógrafo checo advirtió que su obra no estaba inspirada ni hacía proselitismo de ninguna iglesia o religión, aunque a muchos se lo pareciera, sino que surgía de la emoción y asombro que a él le producía constatar que la gente tuviese fe, que pudiera creer con tanta fuerza, convicción y devoción en un dios, cualquiera que fuese.