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ADIÓS ULAY

Falleció ayer en Liubliana, a los 76 años, el artista alemán que acompañó a Marina Abramovic en la configuración de la performance allá por los años setenta. Recordamos cómo fue esa intensa relación…

 

Texto_OMAR KHAN

Madrid, 3 de marzo de 2020

Había un pequeño escenario fuera del escenario, como arrojado a los pies de los espectadores de primera fila. En la inmensidad del espacio escénico del Teatro Real, de Madrid, el cadáver de la precursora de la performance, la prominente artista serbia Marina Abramovic yacía en un ataúd, mientras tres perros doberman devoraban con ferocidad trozos de carne cruda regados por el espacio. De manera simultánea, la pequeña escena de fuera, estaba habitada por el actor norteamericano Willem Dafoe que, encarnando al performer Ulay disfrazado del Joker, de Batman, anunciaba guasón: “Marina Abramovic ha muerto”.

Era el 11 de abril de 2011, noche de estreno en el Real y empezaba así el deslumbrante espectáculo total Vida y muerte de Marina Abramovic, una suerte de recreación -en vida y a cuerpo presente- del funeral y vivencias de la performer más célebre de todas, ideada con su complicidad y permiso por el polifacético director escénico Bob Wilson, que muy intencionadamente colocaba a Ulay, pareja artística y sentimental de Abramovic desde 1976 hasta 1988, como un acontecimiento más bien externo y ajeno a la vida atormentada de la artista serbia, que se representaba a lo grande en el escenario. Una especie de ritual operístico, sensorial, visual y sonoro en el que aparecía Antony, el cantante transexual de Antony and the Johnsons, entonando canciones que estremecían almas.

En la vida real fue Ulay el que murió ayer en un hospital de Liubliana a la edad de 76 años tras complicaciones derivadas de un cáncer linfático. Y murió sabiendo que su nombre, aún siendo el protagonista de su propio obituario, siempre aparecería acompañado, y por detrás, del de Marina Abramovic. Intensa fue su relación. Terrible a la par que fascinante. Mezclaron amor y arte. Firmaron a cuatro manos un capítulo relevante de la vanguardia escénica de los setenta. Protagonizaron juntos el período más importante en la configuración de esa forma híbrida (y frecuentemente incomprendida) que hoy conocemos como performance. Idearon el decálogo de un arte que desconocía límites.

Todo era extremo, excesivo y peligroso en sus creaciones y sus vidas. Cada acción artística implicaba riesgo. Ella se comía una cebolla cruda o se tomaba una pastilla para tranquilizar bestias, invitando al público a ser testigo de las reacciones y convulsiones en su cuerpo. Juntos se colocaban frente a frente desnudos dejando muy poco espacio para que cruzaran entre ellos uno a uno los espectadores, que se veían impelidos a rozar esos cuerpos desnudos y sudados, obligados a un contacto físico casi siempre no deseado, una proximidad incómoda que desafiaba los propios prejuicios que tenemos con nuestro cuerpo y el de los demás. Mi cuerpo, el del otro y la manera en que se relacionan fue obsesión de aquellos trabajos. Ella incluso traspasó los límites del dolor físico, se hizo rasgaduras en la piel frente a audiencias atónitas. Hubo sangre.

Exploraron el dolor, desafiaron su propia resistencia física en performances que sobrepasaban las 16 o las 20 horas ininterrumpidas. Valoraron el silencio. Alabaron la quietud. También ella invitó a los espectadores a que le hicieran daño mientras permanecía inmóvil y desnuda atada a una pared. Y muchos espontáneos aceptaban. Para Abramovic y Ulay no había distinción alguna entre vida y arte. Se trataba de un todo.

Tanta intensidad no hay pareja que la resista. Ellos tampoco. Tras doce años, importantes para sus carreras y decisivos para la vanguardia escénica, su relación irremediablemente se desmoronaba en 1988. Así que pactaron el fin de su relación como una performance. Partieron en direcciones opuestas desde dos puntos de La Gran Muralla China y tras 2500 kilómetros andando, se encontraron días después hechos unos guiñapos, se miraron a los ojos y se dijeron adiós. Fin de la performance.

 

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The Artist is (not) present

No volvieron a verse. Ella prosiguió una carrera que ha terminado encumbrándola y ubicándola como una de las artistas más importantes de las vanguardias del siglo XX. Ulay, que se instaló en Ámsterdam, también siguió ruta en solitario haciendo sus performances, incursionando en el mundo de la fotografía artística con cámara polaroid y más recientemente emprendiendo una investigación ecológica que lo llevó a obsesionarse con el agua (más bien con la ausencia de ella en ciertos lugares del planeta como el mundo árabe). Pero todo lo hizo fuera del universo de ella, lejos de los focos y la grandiosidad que hoy la creadora ha alcanzado. Ulay, desde entonces, vivió sabiendo que su nombre, aún siendo protagonista de su propio obituario, siempre aparecería acompañado, y por detrás, del de Marina Abramovic, como ocurre en este texto hoy dedicado a su muerte. Es como si, al término de estos doce años de relación intensa y algo malsana, le amputaran y se produjera un extrañamiento, como si volviera al principio de nuevo, a ser otra vez Frank Uwe Laysiepen, el inquieto niño sensible que nació y se crió en la ciudad alemana de Solingen, la misma en la que Pina Bausch vio la luz. Ulay, grande, estará siempre en ese escenario pequeño que le puso Bob Wilson.

No obstante, estando ya separados, siguieron destinados a hacerse daño como en cualquiera de las acciones extremas que crearon juntos. Hubo, en 2016, una performance menos artística que se libró ésta vez en un tribunal de Ámsterdam, que obligó a Abramovic a indemnizar a Ulay con 250.000 euros en concepto de royalties generados por muchas de las creaciones que hicieron en conjunto y que ella siguió representando y explotando en solitario.

Pero antes de este turbio incidente legal, Ulay y Abramovic, como aquella última vez en China, se miraron a los ojos una vez más. Exactamente durante un minuto. En 2010, en un gesto sin precedentes, el MoMa de Nueva York dedicó sus espacios íntegramente a la performance con una retrospectiva de Marina Abramovic. La exhibición The Artist is Present fue sin lugar a equívocos el evento de aquel año. Fiel a sus preceptos, la “abuela de la performance” como suelen llamarla, acudió cada día en el horario del museo a una sala en la que, vestida de rojo estridente, permanecía sentada con los ojos cerrados frente a una silla vacía, que iba siendo ocupada sucesivamente, uno a uno, por espectadores que podían mirar a la artista durante un minuto, tiempo que duraba ella con los ojos abiertos y les devolvía la mirada. En total permaneció más 700 horas contemplando a sus espectadores en silencio. Pero de esos millones de minutos viendo gente, incluida Lady Gaga, hubo uno que le produjo un inesperado sobresalto emocional. Sin que ella lo supiera y de manera sorpresiva, Ulay acudió como espectador. Hacía 22 años que no se relacionaban.

Ella lo ve. Tras unos segundos, sus ojos se bañan de lágrimas, y saliéndose de los parámetros que ella misma se impuso, extiende sus manos que se encuentran un momento con las de él. Allí, en ese minuto, se hizo lícita la filosofía artística que ambos cultivaron. La vida es la performance. La performance es la vida.

Ese minuto, en realidad, fue su última acción juntos. Probablemente la performance más corta, intensa, triste y dolorosa de todas las que crearon.

El momento es desgarrador. Míralo aquí…

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