HA MUERTO YURI GRIGOROVICH
El ballet ruso pierde al último titán de su tradición. El autor de la legendaria ‘Espartaco’ falleció ayer. Te lo contamos...
Texto_REDACCIÓN
Madrid, 21 de mayo de 2025
El telón ha caído para una de las figuras más imponentes del ballet del siglo XX. Yuri Grigorovich, coreógrafo icónico y alma del Teatro Bolshói durante más de tres décadas, falleció ayer a los 97 años, según un comunicado del Ballet Bolshoi. Con él, se va no solo un artista, sino una época entera: la del ballet como espectáculo monumental, épico y profundamente ruso.
Grigorovich no fue solo el arquitecto de obras inolvidables como Espartaco, Iván el Terrible o su interpretación revolucionaria de El lago de los cisnes; fue también el último coreógrafo soviético capaz de forjar una estética propia que supo imponerse al tiempo, la política y las modas. Sus ballets, construidos sobre una narrativa potente y un lenguaje físico de gran intensidad, hablaban en voz alta, con un dramatismo casi cinematográfico que exigía del cuerpo del bailarín no solo virtuosismo, sino heroísmo.
Nacido en Leningrado en 1927 y formado en la prestigiosa Academia Vaganova, Grigorovich inició su carrera como bailarín en el Teatro Kírov. Pero fue en la coreografía donde encontró su verdadera voz. En 1964, cuando asumió la dirección artística del Bolshói, no solo renovó el repertorio, sino que impuso una visión: el ballet debía emocionar, impactar, elevar.
Su Espartaco, estrenado en 1968, se convirtió en un manifiesto coreográfico. Inspirado en el lenguaje del cuerpo masculino, rompía con la imagen etérea y decorativa del ballet clásico. Era físico, poderoso, viril. Los brazos se convertían en símbolos de lucha, las diagonales en estampidas, y los dúos en batallas del alma. Grigorovich llevó esa energía a otros títulos como La edad de oro, Leyenda de amor, y su impactante versión de El cascanueces, donde la fantasía se volvía inquietante, adulta.
Pero el genio de Grigorovich no estuvo exento de polémica. Su estilo directivo, a menudo autoritario, y su dominio del Bolshói por más de 30 años le ganaron tantos detractores como devotos. Aun así, incluso sus críticos reconocían su capacidad para esculpir la emoción en movimiento, para moldear generaciones enteras de bailarines y para ofrecer al público ruso y extranjero una experiencia estética inolvidable.
Hasta sus últimos días, Grigorovich continuó supervisando producciones, revisitando sus obras, y acompañando a jóvenes talentos. El Teatro Bolshói, el Mariinski, y numerosas compañías internacionales mantienen en repertorio sus coreografías, fiel testimonio de una visión artística tan potente como inconfundible.
Hoy, el ballet ruso está de luto. Y el mundo de la danza despide al último gran coreógrafo del siglo soviético. Quedan sus obras, su rigor, su leyenda. Queda el recuerdo de un arte que no pedía permiso para conmover.