NOCHE TELÚRICA
Abre esta noche Paloma Muñoz la nueva temporada del Mercat de les Flors con el estreno de ‘La quijá’, la quinta producción del proyecto CÉL.LULA, en el que evoca su infancia en un pueblo extremeño. De ello nos ha hablado…
Texto_OMAR KHAN Fotos_TRISTÁN PÉREZ-MARTÍN
Madrid, 03 de octubre de 2024
La danza brota de la aridez de un paisaje. En la cabeza de la creadora extremeña Paloma Muñoz, tras 25 años residenciada en Barcelona, sigue vivo y latente el desierto de su infancia, el mismo que de forma abstracta e idealizada monta desde esta noche y hasta el próximo domingo en el escenario del Mercat de les Flors, donde hoy estrena La quijá, la obra que abre la temporada 2024/25 de esta casa de la danza barcelonesa y que supone el CÉL.LULA #5, quinta entrega de este proyecto de apoyo a la creación de espectáculos de gran formato, que ha sido iniciativa de Ángeles Margarit, directora del célebre teatro, y ha contado con el apoyo del II Plan de Impulso a la Danza, de la Generalitat de Catalunya.
“Mi pueblo, Zarzacapilla la nueva, es pequeñito y de niña, cuando iba al desierto con mi padre había muchos esqueletos de animales muertos. La quijá es ese hueso de la mandíbula, que cuando lo ves ahí tirado piensas en las raíces, en lo que queda de todo, y entonces sientes esa conexión con la tierra”, nos relata la creadora sobre el origen del título de su nueva coreografía. “Yo cuando pienso en mi niñez veo un desierto amarillo, porque aquello es La Serena, un desierto de verdad, muy seco, ahí no hay nada. Es verdad que lo tengo un poco romantizado porque las cosas de hace mucho no las recuerdas bien sino que las adornas y fantaseas con esas ideas, te formas un paisaje que es real y al mismo tiempo imaginario, al que luego vas poblando de zombis y fantasmas”.

Los auroros
Reconoce que su nueva creación colinda con esa tendencia en alza dentro de la danza contemporánea actual que es el neofolk, pero subraya que más que lo folclórico y popular, lo que la ha movido es su propia memoria, sus vivencias de aquel tiempo.
“Para este proyecto he investigado mucho y se me han abierto un montón de líneas y posibilidades donde está el presente el folclore extremeño pero para este proyecto en concreto tampoco me interpelaba tanto, habían otras cosas que me interesaban de mi tierra, que tenían más que ver con imágenes muy propias y muy mías relacionadas con mi infancia, como las navajas, los cardos o la procesión de los auroros, que es muy propia de allí, en la que se sale a las cinco de la mañana y vamos todos cantando por las cinco calles que tiene el pueblo, hasta que amanece”.
En cualquier caso, La quijá no es ni una recreación literal de aquel pueblo ni una reinvención de sus costumbres. Todo ello, dice, son los elementos que conforman su inspiración. En el fondo, están también presentes sus preocupaciones como coreógrafa. “Tengo necesidad de volver a la artesanía del cuerpo porque aunque ya casi no bailo, soy bailarina, tengo una forma de pensar que está muy vinculada a la experiencia del cuerpo”.
En este sentido hay conexión directa entre La quijá y su breve pero contundente producción anterior, que abarca creaciones como La piel vacía, su primer trabajo, Leve o las obras por encargo que ha montado recientemente en compañías de Müster y Berna. “Si hay algo común a todos mis trabajos son los cuerpos reventados, me gusta llevar al cuerpo lejos en la plasticidad, empujarlo a los límites, al cansancio, me gusta que se gaste. El ritmo es importantísimo pero también un sentido del humor que sé que, a veces, resulta un poco desconcertante”.
Lo que sí es diferente es gozar de las facilidades que ofrece montar una pieza para nueve bailarines con un respaldo a la producción como el que ofrece el proyecto CÉL.LULA, del Mercat de les Flors. “He hecho estas producciones grandes para compañías europeas pero son otras formas de trabajo, en las que tienes que resolverlo todo muy rápido y donde el tiempo es importante. En cambio con esta pieza he conseguido lo que quería, darme tiempo, llevar a los bailarines por este desierto, jugar con las alucinaciones y la tradición”.
Aunque ahora mismo no hay otro interés en su vida que no sea la coreografía, cuando llegó a Barcelona, siendo muy joven, Paloma Muñoz compaginó sus estudios de danza en el Institut del Teatre con los de filología clásica en la universidad, pero pudo más la danza. Estuvo luego bailando en It Dansa, con Thomas Noone y en la última etapa de Metros, la compañía de Ramón Oller. “Yo me pasé mi infancia metida en un gimnasio, haciendo gimnasia rítmica de alta competición de lunes a sábado, coqueteando con la selección nacional aunque luego no se dio. Lo dejé pero me fui a la danza, porque hay algo con el cuerpo, con lo físico, que todavía hoy me sigue apasionando y obsesionando”, concluye.






