PINA BAUSCH SIGUE DERRIBANDO MUROS

La reposición de ‘Palermo, Palermo’ (1989) anoche en el Festival de Montpellier, emocionó a la audiencia y confirmó la vigencia de este espectacular ejemplo de la danza-teatro inventada por la creadora. Allí estuvimos y también lloramos…

 

 

Texto_OMAR KHAN Fotos_OLIVER LOOK / EVANGELOUS RODOULIS

Montpellier, 02 de julio de 2023

Por la obra de Pina Bausch (Alemania 1944-2009) los años parecen no pasar. Lo pudieron comprobar anoche los cientos de espectadores que abarrotaron la Ópera Berlioz, de Montpellier, y ovacionaron de pie Palermo, Palermo (1989), reestrenada por la que fuera su compañía, la Tanztheater Wuppertal, justo en la recta final del 43º Festival Montpellier Danse, que culmina el próximo martes en esta ciudad francesa. Se trata de la segunda de esa serie larga de coreografías que la creadora alemana montó en torno a ciudades a las que dedicaba una obra, después de hacer residencia allí con todo su elenco. No se trataba, en ninguno de los casos, de recrear una visión turística o reconocible de la ciudad, sino de crear libremente a partir de las impresiones y sugerencias que personalmente recogían en esas visitas de trabajo.

Palermo, Palermo sigue tan vigente, triste y divertida, como si se hubiese estrenado anoche en Montpellier. De la serie de las ciudades es, probablemente, la más angustiada. Arranca espectacular. Sin nadie en la escena, un enorme muro de ladrillos se desploma estrepitosamente. El escenario lleno de escombros, más tarde también de basura, y el estado de emergencia constante en su veintena larga de bailarines, ponen el marco post-apocalíptico a estas tres horas de historia de la danza contemporánea, en las que se pueden verificar las constantes estéticas y el modo escénico que caracterizó la práctica de la danza-teatro, modalidad inventada por Pina Bausch.

Para el momento de su estreno, en 1989, ya la compañía gozaba de una enorme reputación internacional, que le permitía montar espectáculos de recursos ilimitados, incluyendo caprichos como la aparición de seis pianos y seis pianistas que interpretan una melodía y se van, extravagancias como un perro que entra a comer lo que pilla en los escombros, y grandes efectos como la caída de ese muro, escenografía costosa e ingeniosa diseñada por su fiel colaborador de entonces, Peter Pabst. Aunque no parece hacer referencia directa a ello, imposible no pensar en la caída del muro de Berlín, que había ocurrido ese mismo año en su país, Alemania.

No obstante, como toda obra de Pina Bausch, la autenticidad y originalidad están en la carga emocional que imprime a la obra, lo que coloca siempre a sus bailarines en un primer plano protagonista por encima de todo lo demás. Hay razones para pensar que el desplome del muro es metáfora del derrumbamiento emocional de los intérpretes, pululando bien vestidos por las ruinas de algo que fue y ya no es, mostrándose desamparados, inseguros y asustados pero, sobre todo, necesitados de amor y aceptación, un tema recurrente en todo el trabajo de la celebrada coreógrafa.

 

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Abrázame, abrázame…

No parece un azar que a lo largo del espectáculo, como subrayando su importancia, repita imágenes como esa mujer (Julie Shanahan, una de las pocas históricas de la compañía que todavía quedan en el elenco) pidiendo a gritos que le cojan la mano y la abracen o esa otra que se pone azúcar en los labios y pide que la besen, creyéndose así un poco más dulce y atractiva.

Sin aludir directamente, hay muchas imágenes que quizá desvelan la situación de emergencia que vivía Palermo en particular y el sur de Italia en general por aquel entonces. Había hambre, precariedad y miseria, de donde salen situaciones tan absurdas y surrealistas como reveladoras. Un hombre toca el saxo a la luz de las velas, como si fallase la electricidad. Un grupo se pasa agua entre las manos como si fuese un tesoro. Otro asa carne y fríe huevos sobre una plancha de ropa. Como si acabase de robar en el súper, un chico se va sacando embutidos de todo tipo escondidos en su traje, y luego está uno de esos grandes momentos de otra bailarina emblemática de Wuppertal, la española Nazareth Panadero (ahora como artista invitada), con su delirante y enloquecido monólogo de los espaguetis.

En todo el periplo de la obra, los intérpretes se ayudan y socorren en las distintas y surrealistas situaciones en las que se ven inmersos. Se amparan, se cuidan, se apoyan. Y aunque no falta tensión o peleas entre ellos, prevalece un sentido de la solidaridad, una confianza depositada por la coreógrafa en la naturaleza bondadosa de estos seres humanos en emergencia, a los que hace sobrevivir y seguir adelante. Su escena final, esa cadeneta tan Pina Bausch, en la que cruzan el escenario como a ritmo de procesión de Semana Santa, todos con las cabezas bajas, agotados, cansados y vencidos, pero siempre avanzando, es de una belleza tan conmovedora que precipita las lágrimas en los ojos del que observa.

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