Cuadro de la vida Papaioannou

El cuadro de la vida

The great Tamer (El gran domador)
Creación: Dimitris Papaioannou
Festival Grec de Barcelona
Mercat de les Flors
4 de julio del 2017

El escenario como un lienzo animado. Hay una actitud contemplativa, pausada y provocativa desde la cual se invita a la reflexión: sobre el cuerpo, lo efímero y el futuro. Podría ser una secuencia de Stanley Kubrick, con esos personajes siempre solitarios en la inmensidad. Enraizados desde su pequeñez al contexto, árido y hostil. Limitados en su tiempo. Insondables en el espacio. Por eso de sus cautelosos gestos, el movimiento razonable y la repetición. Suena de fondo el Danubio Azul de Johann Strauss (hijo) y más parece por el tempo empleado una marcha fúnebre que un vals. Se acabó la danza. Solo queda deambular, casi reptar por encima de la estructura de madera por la que cualquier cosa puede aparecer: un brazo, una pierna, una cabeza. Elementos todos ellos de un puzle, el de la existencia, conjugado en figuras titánicas. Excelente ese momento en el cual diversos intérpretes, jugando con el negro de la ropa, recogida solo en una extremidad o el torso, crean aparentes humanos gigantes. Una ilusión óptica. Es la voluntad de poder lo que hizo posible que una especie insignificante como ésta acabase dueña del mundo. Eso y una suerte de destino, quizás. O podría The great tamer (El gran domador) tratar de ser un claro-oscuro, un cuadro de Caravaggio o Rembrand. Muchas referencias estéticas son continuas en la obra. No en vano el veterano creador griego Dimitris Papaioannou antes que coreógrafo fue pintor y creador de cómics. Algo así como una gran pintura a mano alzada, silente y acusadora. Excesiva, en todo caso, por su ritmo sosegado. Que bien serviría de sobre aviso acerca de las condiciones al límite del planeta; las relaciones sociales siempre conflictivas; la próxima guerra que se avecina por el control del agua. Cualquiera de esos significados y más puede tener esta bella composición. Siempre al albur de los caprichos de quien un día decidió someter el entorno para hacerlo habitable. A su imagen y semejanza. Con sus zonas de penumbra. Lanzan flechas amarillas desde un extremo al otro del escenario y se configura un campo de espigas cultivadas, en una de las escenas finales. Esa es precisamente la paradoja de la condición humana: de la oscuridad a la luz penetrante. O en sentido contrario. JORDI SORA